RETO TOKIO CAPITULO 13 - ENTRENAMIENTO SAMURÁI (Gurenge/lisa)
El sol de la mañana se filtraba entre los árboles mientras Rey Potro ascendía la colina que lo llevaba al Templo Kiyomizu. El sendero de piedra, desgastado por siglos de pasos, crujía bajo sus botas mientras el canto de los pájaros acompañaba su avance. Kioto había sido una experiencia extraña y desconcertante, pero el aire fresco de la montaña traía consigo una sensación de claridad. Allí, en lo alto, esperaba el próximo capítulo de su viaje: el entrenamiento samurái.
Al llegar a la entrada del templo, una impresionante estructura de madera que parecía desafiar el tiempo y la gravedad, fue recibido por un grupo de samuráis. Sus armaduras relucían al sol y sus katanas estaban atadas con precisión en sus cinturas. Uno de ellos, un hombre de cabello canoso y mirada penetrante, dio un paso al frente.
— ¿Eres el forastero que busca el camino del guerrero? —preguntó con voz grave.
Rey Potro asintió, ajustándose las gafas que, a pesar de su apariencia moderna, parecían no desentonar en aquel entorno.
—Eso dicen. Aunque no estoy seguro de lo que encontraré aquí.
El samurái sonrió apenas, una mueca que era más desafiante que amigable.
—No encontrarás nada si no estás dispuesto a perder algo primero.
Sin más preámbulos, los samuráis lo guiaron hacia el interior del templo, donde el sonido del agua fluyendo y el aroma del incienso creaba una atmósfera de calma engañosa. El templo se alzaba sobre pilotes de madera, con vistas a la ciudad que se extendía abajo, como un centinela vigilante de los siglos. Las vigas crujían bajo el peso de la historia, y cada rincón emanaba una energía ancestral que hacía que Rey Potro sintiera el peso de su propia misión.
Allí comenzaría su entrenamiento.
El primer día fue una lección de humildad. El maestro, que se presentó como Takeda, le entregó una espada de madera y lo hizo repetir movimientos básicos una y otra vez. Cada vez que Rey Potro creía haberlo hecho bien, Takeda corregía su postura con un golpecito rápido en las costillas.
—La espada no es solo una extensión de tu brazo, sino de tu mente —decía Takeda mientras Rey Potro reprimía un gruñido de frustración.
El entrenamiento no era solo físico. Cada sesión de combate iba acompañada de meditación, de ejercicios para calmar la mente y encontrar el equilibrio interior. Las madrugadas comenzaban antes del amanecer, con carreras cuesta arriba y ejercicios de respiración bajo la gélida brisa de la montaña. Al principio, Rey Potro consideraba esas prácticas una pérdida de tiempo, pero pronto comprendía su importancia.
Pero no todo era disciplina estricta. Entre los ejercicios, los samuráis compartían anécdotas que rozaban lo absurdo. Uno de ellos, un joven llamado Hiro, contó cómo había intentado cazar un "espíritu del bosque" que resultó ser un gato salvaje con más astucia que él. Las risas resonaban en el templo, y Rey Potro se encontraba sonriendo más de lo que esperaba.
Un día, durante un descanso, Hiro se le acercó.
— ¿Siempre estás tan serio? —preguntó, lanzándole una fruta que Rey Potro atrapó por instinto.
— ¡Tengo una invasión alienígena que detener! —respondió con una sonrisa irónica.
— ¿Aliens? ¡Eso sí que es raro! —Hiro soltó una carcajada—. Aquí apenas si podemos con los mapaches que se roban la comida.
A medida que pasaban los días, Rey Potro comenzó a entender que el entrenamiento no era solo físico. La meditación bajo la cascada helada, que al principio había considerado una tortura innecesaria, empezó a tener sentido. La mente se despejaba, y con cada gota de agua que golpeaba su piel, las dudas se disolvían poco a poco.
Las tardes las dedicaban al perfeccionamiento de la técnica, y Takeda no perdía oportunidad para corregir cada detalle. "Tu postura es tu fortaleza", repetía una y otra vez, mientras Rey Potro se esforzaba por mantener el equilibrio y la precisión. Los días se convertían en un ciclo de agotamiento y aprendizaje, de frustración y pequeñas victorias.
Una noche, Takeda lo llamó a solas al dijo. La luna llena iluminaba el suelo de madera mientras el maestro colocaba dos espadas frente a ellos.
—Es hora de ver qué has aprendido.
El duelo fue rápido y feroz. Takeda se movía con la gracia de alguien que había dominado el arte por décadas, mientras Rey Potro luchaba por seguirle el ritmo. Pero no era solo fuerza o técnica lo que estaba en juego; era la calma, la concentración. Finalmente, con un movimiento rápido, Takeda desarmó a Rey Potro y la espada de madera cayó al suelo con un eco sordo.
—No está mal para un forastero —dijo Takeda, ayudándolo a levantarse—. Pero el verdadero combate está en tu interior.
Rey Potro asintió, sintiendo que, por primera vez, esas palabras tenían sentido.
Al final de su entrenamiento, los samuráis se reunieron para despedirlo. Hiro le entregó un amuleto.
—Para protegerte de los aliens... o de los mapaches.
Rey Potro rio, guardando el amuleto en su chaqueta.
Antes de partir, Takeda le hizo una última advertencia.
—El mundo fuera de estas montañas es incierto y peligroso. Pero recuerda: un guerrero no es aquel que busca la batalla, sino quien sabe cuándo pelear y cuándo esperar.
Con la mente más clara y el espíritu fortalecido, Rey Potro dejó el Templo Kiyomizu, sabiendo que el verdadero desafío estaba por venir. Pero ahora, estaba listo para enfrentarlo, con la fuerza de un guerrero y la calma de un samurái. Y, tal vez, con una sonrisa en los labios ante las locuras que el mundo aún le tenía preparadas.
Mientras descendía la colina, el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Rey Potro respiró hondo, sintiendo el peso de la experiencia en cada paso, pero también una renovada determinación. Su viaje aún no había terminado, y sabía que cada lección aprendida en el templo sería crucial para lo que estaba por venir.
El camino continuaba, y con él, la aventura de Rey Potro apenas comenzaba.





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